“Cualquier paisaje es un estado del espíritu”. Henri-Frédéric Amiel.
Alfredo César Dachary.
Cuando llegaba en un viaje de trabajo a la cercanía de una montaña y allí me acercaba a la gente del lugar y le preguntaba sobre ésta, su respuesta estaba entre la indiferencia y la molestia, ya que de verla a diario, no le llamaba la atención, ha sido su cotidianidad durante toda su vida, por ello lo que para mí era un bello paisaje, para él era una montaña más de las tantas que hay en la región.
Para que exista un paisaje no basta con que exista “naturaleza”, es necesario un punto de vista y un espectador, es necesario también un relato que de sentido a lo que se mira y experimenta; es consustancial al paisaje, por lo tanto, la separación entre el hombre y el mundo.
Lo que se mira se reconstruye a partir de recuerdos, pérdidas, nostalgias propias y ajenas que remiten a veces a larguísimos períodos de la sensibilidad humana, otras a modas efímeras.
Aprendimos a admirar la naturaleza guiada por el arte, la naturaleza contemplada es paisaje y éste como forma artística testimonia en sí mismo el problema básico: la oposición entre naturaleza y libertad.
Pero ¿cómo llegamos a tener un paisaje?, cuando éste emerge en la sociedad y se transforma en un recuerdo, un deseo, una esperanza; es un largo camino que el hombre ha recorrido para encontrarse con él.
Hace dos milenios que Occidente transformó una ilusión en dogma. “El arte debe ser una imitación perfecta o acabada de la naturaleza”, lo que lleva a que Levi Strauss, sostenga que el arte constituye en el más alto grado, esa toma de posesión de la naturaleza por medio de la cultura, por lo que es el tipo de fenómenos que estudian los etnólogos.
Para Oswaldo Spengler, autor de la Declinación de Occidente, la naturaleza es cada vez más una función cultural, pero hay quienes se obstinan en creer, que regida por leyes estables, la naturaleza es en sí misma un objeto inmutable. Sin embargo, la historia y la etnología nos muestran con toda evidencia que la mirada humana es el lugar y el médium de esa metamorfosis incesante.
Oscar Wilde, le enfant terrible de la era Victoriana había planteado en 1890, que la vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida “… A quien sino a esos impresionistas debemos esas admirables nieblas leoninas que se deslizan en nuestras calles…”
Es que para el escritor británico, la naturaleza no es una madre fecunda que nos ha dado vida, sino más bien una creación de nuestro cerebro: es nuestra inteligencia que le ha dado vida a la naturaleza. Las cosas son porque nosotros las vemos, y la receptividad así como la forma de nuestra visión depende de las artes que han influido en nosotros. El artista actúa como un oculista y cuando termina su obra pide que la vean, he allí que el mundo no ha sido creado de una sola vez sino cada vez que aparece un artista original.
Nosotros somos un montaje artístico y nos quedamos estupefactos si se nos revelara todo lo que, en nosotros, procede del arte, y lo mismo sucede con el paisaje, uno de los lugares privilegiados donde se puede verificar y medir este poder estético.
Por ello es que la naturaleza es indeterminada y solo el arte la determina, un país no se convierte en paisaje más que bajo las condiciones de un observador y esto de acuerdo a las dos modalidades in situ o in visu de la artealización.
El paisaje fue un gran género en el siglo XVII y se desarrolló un paisaje holandés más realista, visto desde el nivel del suelo, basándose a menudo los cuadros en dibujos realizados en el exterior, donde los horizontes muy bajos permitían enfatizar las formaciones de nubes, a menudo imponentes, que son tan típicas del clima de la región y que proyectan una luz muy particular.
El mar era un tema favorito en los Países Bajos, ya que ellos siempre dependían de él para el comercio, luchaban contra él para ganar más tierra y también celebraban batallas navales en lucha con otras naciones, y al interior del país estaba cruzado por ríos y canales. Por ello no es una sorpresa que el sub-género de la marina fuese enormemente popular, que los artistas holandeses llevaron a una nueva cumbre.
La pintura holandesa de esa época cumplió un papel fundamental en desdemonizar al mar, que siempre se lo concebía como las puertas del infierno y el lugar de donde emergían las grandes pestes, traídas por los barcos, los piratas y las invasiones en general, además de las grandes tormentas y algunas veces los tsunamis.
Por ello es que siempre llegamos a la misma conclusión, y es que el paisaje no existe, tenemos que inventarlo, algo que para el gran Oscar Wilde se resume así, donde el hombre cultivado capta un efecto, el hombre inculto atrapa un constipado.
Y así regresamos a las primeras frase de esta columna, donde según K. Clark, “Los campesinos siguen siendo, todavía hoy, la única clase social que no manifiesta ningún entusiasmo por las bellezas naturales”, y los neo rurales, “son los únicos que han hablado del paisaje agrícola como algo magnífico”.
Pero mucho antes de la invención del paisaje por medio de la pintura y la poesía, la humanidad creó los jardines, una técnica de tatuaje y escarificaciones, como el soberbio placer de forzar la naturaleza.
Esto se debe a que el jardín se ofrece a la mirada como un cuadro vivo, que contrasta con la naturaleza circundante, como fueron los jardines flotantes de Babilonia.
El jardín es un recinto cerrado, un espacio interior cultivado por el hombre para su propio deleite frente a la naturaleza en desorden peligroso, ya que ocultaba a los invasores, a las enfermedades, “las miasmas”, a las pestes, y a las fieras salvajes.
Por ello es que se construye éste, que es un espacio controlado y amansado, transformado, que se pretende como una totalidad, es un islote de quinta esencia, muy similar al paraíso, cercado y creado por Dios.
Así tenemos, entre los modelos históricos más interesantes, el jardín Islámico que no es más que una réplica del modelo coránico, ya que es lo opuesto al desierto, es un espacio cerrado lleno de vida, por ello era la representación en la tierra del paraíso prometido por Alá, y donde el agua que es escasa es recogida en un pilón, haciendo de este “edén” un remanso de sensualidad, placer y paz.
El jardín emerge en las diferentes culturas y desde sus inicios contrasta con el exterior y es propiedad del poderoso, por ello éste es el único que puede hacerlo, ya que el poder en esa época no se compartía.
El jardín de la China es muy grande y a veces ocupaba valles enteros cercados por montaña, y todos muy bellos según lo comentaba Marco Polo, y esto viene de que para ellos el arte de la jardinería tiene la misma consideración sagrada que la escritura o la poesía ya que el jardín es, a la vez, parte de su hogar y lugar de recreo, un lugar “mágico”, un cosmos en miniatura en el que se procura recrear la imagen de una naturaleza ideal.
Este origen místico, atribuyéndolo a un discurso de Confucio en el que se mencionaba el parque de Xiwei, pero como las otras religiones el jardín chino tradicional simboliza el paraíso en el mundo, el cual se hallaba en la cumbre de una gran montaña que estaba en unas lejanas islas que se hallaban en medio del mar.
El jardín japonés es el que mejor ilustra la noción de unidad con el arte, que consiste en: concentrar lo máximo en lo mínimo, al reducir las cosas (árboles) se reducen a un cuadro, por lo que es un “jardín enano”, o como los Jardines secos de Kyoto, nada de vegetal solo musgo y algunas piedras en una alfombra de grava.
Para los asiáticos en general, y en especial chinos y japoneses, el valor religioso de la naturaleza, a partir de su resto, hace que los parques sean verdaderas catedrales, para la contemplación o la reflexión, algo muy diferente a la visión de occidente.
El jardín antecede al paisaje, que es un producto de la modernidad, y el paisaje antecede a uno nuevo creado también por el hombre que es el territorio, paisaje y mundo virtual, muchos siglos para llegar siempre a la misma conclusión estos conceptos transformados en realidades son el fruto de la construcción social del hombre en cada época que le toca vivir.
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