“Sí, soy un utopista. Muero soñando que la sociedad debe ser gobernada por hombres de cultura, bondad y buen gusto” Carlos Fuentes.
Las utopías han movido mucho tiempo al hombre, conocemos generalmente la versión moderna de los siglos XIX y XX, pero antes había otras utopías, como la escrita por Tomás Moro que vivió en unos años borrascosos, como Erasmo, con el inicio de la modernidad y el colonialismo y el fin del medioevo.
Moro estudio en Oxford en una Europa de grandes convulsiones, y ya no era un joven cuando imprimió “Utopía”, su isla artificial era una construcción mordaz, escrita básicamente en Flandes como respuesta preocupada al “Elogio de la locura” que le había dedicado Erasmo en 1508.
En el siglo XVII, el católico disidente Campanella y el luterano Andreae dieron a sus utopías un aire metafísico-cristiano, aunque como en la Nueva Atlántida del puritano Bacon defendieron la ciencia y su enseñanza expansiva. Hubo muchos sueños e ideas de otra dimensión como el hilo que une a los alquimistas y la búsqueda de la ciudad del oro en el corazón de la Amazonia, que llevó a un grupo de exploradores a atravesar la cuenca amazónica por primera vez.
El progreso, una palabra que ha movido a millones de personas y cuyo significado es muy variable, se construyó para remplazar el teocentrismo, eje del poder con la religión católica en occidente por un modelo donde el centro era el hombre, así se transitó un nuevo camino remplazando las viejas creencias divinas por unas nuevas basadas en el ingenio y la ilusión.
Marcuse generó una advertencia que en nuestros días cobra especial sentido porque nos habla de la tarea no concluida en la modernización, al sostener las ideologías que en el siglo XX trataron de sustituir a la religión, mostrándose a sí mismas como verdad absoluta, buscando crear una sociedad perfecta, como lo plantearon siglos atrás los socialistas utópicos.
Pero estas nuevas utopías ya estaban, según Marcuse, llegando a su fin, porque no habían conseguido crear formas de sociedad y estado satisfactorias y duraderas, aunque las causas que llevaron a formularlas existen y cada vez son más contrastantes. La asimetría social viene de muchos atrás, antes de la modernidad, cuando había reyes y esclavos, nobles y plebeyos, pueblos cultos y bárbaros, y hoy tiene nuevos nombres como desarrollados y subdesarrollados, pero la asimetría se profundiza en vez de reducirse.
Francis Fukuyama, un japonés recolonizado en Estados Unidos, intentó hacer creer que el modelo de la democracia norteamericana era exactamente esa meta, el final de la Historia, pero en una década tuvo que reconocer en otro texto, su error por los graves problemas que hoy son muy visibles, del racismo al supremacismo blanco, los pobres y grandes grupos marginados.
Trump ha venido a demostrar en nuestros días con claridad el error que se escondía tras aquella visión utópica de Fukuyama, ya que hoy se ha llegado a una situación donde empieza a emerger una nueva utopía: la atomización de los países divididos en pequeños estados, en Estados Unidos.
Hace diez años surgió el movimiento Segunda República de Vermont (2VR), una red de ciudadanos que, según explicó a Efe uno de sus líderes, Rob Williams, promueven la independencia «de forma pacífica». En la costa oeste, desde los años 70 existe el partido Alaskan Independence Party (AKIP) que, con 15,000 afiliados, también promueve la independencia del Gobierno central con una agenda libertaria. En el archipiélago de Hawái, que se convirtió en el Estado número 50 de la Unión en 1959, hay igualmente varios grupos independentista.
El hecho de que California sea la sexta economía del mundo, siendo el Estado más poblado de Estados Unidos, con 38 millones de habitantes, y que una gran parte de sus ingresos va a parar a Washington, es uno de los factores que impulsan este fenómeno del separatismo.
Y hoy, los Estados y los partidos y movimientos luchan por encontrar una reforma que a fin de cuentas debe conducir a afirmarles simplemente en el poder, que viene ejerciendo desde hace varios siglos, lo cual nos permite entender el grado de confusión a que hemos llegado. El problema son las sociedades, la cultura y la economía que han tenido, tal cambio que los viejos modelos impositivos directos que tan bien describió y analizó Foucault en el texto clásico “Vigilar y castigar”, son demasiado obsoletos.
Con los Tratados de Westfalia de 1648, el Estado pasaba a ser forma absoluta de gobierno: no sólo estaba provisto de los medios para hacer cumplir el orden moral que guía a la naturaleza, sino que estaba en condiciones de modificarlo o crearlo.
En el siglo XX imperaron el totalitarismo y el autoritarismo como formas en cierto modo opuestas, dejando una profunda huella. El padre de la sociología Augusto Comte, que fue el creador del positivismo, enriqueció la ciencia moderna, estableció un axioma, que decía, que cuanto más sabios, más ricos y cuanto más ricos, más felices, pero de este modo también la ciencia, reconocida como gran protagonista, modificaba sus funciones.
Para Ortega y Gasset, el tener más es lo que permite tener más poder, algo que es la meta de los grandes movimientos políticos, ya que el poder no viene del cielo se hace en la tierra y se premia a los que triunfan con el derecho a ejercerlo.
Kant sostenía que hay que descubrir que el ser humano no es un simple individuo que se encierra en sí mismo y a lo sumo participa en el poder añadiendo un número insignificante de votos, pero tiene la capacidad de trascendencia que se añade y supera al simple raciocinio.
Julio Verne escribió en 1863 el libro “París en el siglo XX”, una novela inédita que dibuja con exactitud aterradora, a un París moderno en el que la tecnología ha desplazado al arte y la brutal dominación estatal ha convertido a la metrópolis en un lugar frío y deshumanizado.
Tanto Orwell como Huxlley, ya en el siglo XX, se imaginaron como sería el mundo en el futuro y coincidieron ambos en que las utopías sociales quedarían enterradas al poco de iniciarse el siglo XXI y una vez adormecida la conciencia, hacernos navegantes por las catacumbas de Internet y redes, hasta que la indignación y el miedo terminan absorbiendo y agotando al sujeto.
El primero en su obra “1984” anunciaba la concentración de poder por parte de los Estados, referido al control sobre lo económico-financiero, policial, mediático, científico, tecnológico, etc. y sus derivadas de influencia y privilegio personal, laboral, comercial, fiscal, etc.
Tratos de favor recíprocos e intercambio de información privilegiada que se dan entre gobiernos y oligarquías de grandes corporaciones empresariales, del campo de la salud (oligopolio farmacéutico), agroalimentario (oligopolio de productos fitosanitarios, semillas transgénicas, fertilizantes químicos, biosidas), oligopolio eléctrico con el impuesto al sol, en combustibles fósiles, telefonía…pero muy en particular en el campo judicial y medios de comunicación, como rasgo de incivismo y déficit democrático, que nos lleva a la involución democrática y entropía gobernante que históricamente nos caracteriza, bien sea con gobernantes elegidos o monarcas en sucesión dinástica, o bien, en una mixtura de ambos como hoy.
Aldous Huxlley con visión de estrategia más refinada, también trazó con precisión de tiralíneas, la misma distopía que Orwell, pero no impuesta de manera represiva burda y bruta para inocular miedo y “respeto” al poder político-policial, como fórmula para el control y desactivación de la población, sino de una manera más astuta y sutil, en base a “inundar” el mercado de tecnología audiovisual para la hiper-estimulación de los sentidos, con la consecuencia de adormilamiento y colapso social, de una mayoría ciudadana ensordecida ante las llamadas a la solidaridad en la calle. Ciudadanos no educados en la cultura de la reclamación, manteniendo una queja permanente y acomodo mental en su zona de confort, a pesar de la cada vez mayor incertidumbre vital.
La “revolución” de los Smart-phone, haciendo rotar en nuestras pantallas y en nuestros cerebros, miles de imágenes e información al día con el resultado de no quedarnos con ninguna, es la prueba que ya hemos llegado. Un subconsciente invadido, el consciente aturdido y la conciencia o memoria de vida pasada al olvido, hace que la inmensa mayoría vivamos inconscientes de nuestra verdadera realidad de ser e ignorantes de la razón de nuestra existencia.
Por ello, la Utopía necesita ser sustituida en esta hora final para sus sueños, que a veces se tornan en pesadillas, por un intento de restaurar el Humanismo, para abrir una nueva era donde el eje no sea más el homo-centrismo sino el tecno- centrismo, expresado en la inteligencia artificial base del nuevo sujeto que mandará y operará el nuevo tiempo.
Éste vendrá con la singularidad tecnológica, que es el advenimiento de la dominación de la inteligencia artificial, en donde las máquinas inteligentes podrían diseñar generaciones de máquinas sucesivamente más potentes.
La creación de inteligencia sería muy superior al control y la capacidad intelectual humana, una nueva utopía, pero no de la humanidad, sino de ese 1% como lo explica OXFAM, que controla la mitad de la riqueza del planeta. Al fin este grupo se separa definitivamente del resto, porque ya no les sirven ni como mano de obra ni entretenimiento, así se cierra la era humana.
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