“Los viejos desconfían de la juventud porque han sido jóvenes”
William Shakespeare.
Alfredo César Dachary.
El tema demográfico ha sido utilizado como un arma de control del crecimiento de las poblaciones de bajos ingresos por los países ricos, a partir de la segunda parte del siglo XX. Es que los gobiernos de estos Estados “ricos” han estado convencidos que los recursos no alcanzarán si sigue creciendo la población mundial al ritmo actual, una apreciación ideológica disfrazada de científica.
Las políticas de control natal a partir de la segunda mitad del siglo XX han dado resultado, aunque las causas no son tan claras como pretenden hacernos creer los medios, que repiten permanentemente la visión apocalíptica de este mundo Malthusiano, una forma de encubrimiento de un desarrollo desigual y planeado.
Para el Banco Mundial, el mundo llegó a un crecimiento medio de población del 2,2% anual en los setenta para luego ir reduciéndose en forma constante a 1% y menos del 1% anual en el 2010, son datos globales de acercamiento al problema, que en algunos países, como Japón, ya han pasado a ser un tema de supervivencia del Estado como tal.
Estos dos casos extremos, como es el de Japón, país que tenía en 1960 una tasa de crecimiento de 0,9 %, la cual se redujo al -0,1 % en el 2010, al igual que Italia que en los sesenta tenía una tasa de 2% y en el 2010 -0,2%.
Estos países de baja tasa de crecimiento demográfico, negativa en el balance con las defunciones, no lo han logrado por una mayor toma de conciencia, sino que hay muchos aspectos que van desde la necesidad de las mujeres de realizarse profesionalmente por lo cual llegan a la maternidad a una edad avanzada para ésta, la reducción empleos y caída en gran parte de Europa del estado del bienestar, nuevas formas de vivir más allá de la tradicional de la familia en proceso de reducción, la falta de interés en tomar responsabilidades por las parejas y muchas más.
Esta situación extrema coloca hoy a muchos países, principalmente los “más desarrollados”, frente a un dilema con la migración y la necesidad de más población joven con mayores índices de reproducción para poder salvar ese saldo negativo demográfico.
Dos generaciones atrás, la esperanza de vida en el mundo era de 46 años y en Europa de 65, pero en la actualidad la esperanza de vida en el mundo es de 68 años y en Europa llega casi a 82 años.
Pero la situación se vuelve más compleja cuando una de cada cuatro personas tiene ya más de 60 años; y en algunas regiones, la mitad de los votantes tienen más de 50.
Este envejecimiento de Europa se ve reflejado, para algunos, en el auge de las posiciones conservadoras y, para otros, en el auge del nacionalismo y el generar políticas antimigrantes a fin de no alterar los equilibrios de grupos dentro del país, y muchas interpretaciones, que se han visto reflejadas en las plataformas políticas de la nueva derecha en pleno crecimiento.
Pero, por otro lado, la nueva estructura demográfica amplía el universo del mercado, ya que los de la tercera edad que arriban con buena calidad de vida son consumidores que poseen ingresos y tiempo disponible para poder invertirlo en el mundo del ocio.
En la política, deberíamos repensar nuestro discurso habitual sobre la tercera edad y a diseñar mecanismos eficaces para dotarla de peso político real, ya que económico y de consumo lo tienen en nuestra sociedad y el poder no actúa en interés común sino movido por la fuerza de la reivindicación ya que en los tiempos que vienen esta población no solo será un número significativo, sino que tendrán un peso grande y, a la vez, serán generadores de servicios que complementan o amplían su calidad de vida. A diferencia del pasado en que a la tercera edad se la consideraba una fuerza pasiva hoy es muy activa, creativa y consumidora.
Mientras estamos pensando en el proceso de envejecimiento de las sociedades desarrolladas, hoy aparece otro tema asociado a la demografía y muy especialmente a la edad, y que es valorar la otra gran base de la pirámide: la juventud, una edad que se amplía con los años, como hoy lo ha hecho el sector de la tercera edad.
Nos referimos a la efebifobia, que es el miedo hacia las personas jóvenes únicamente por su condición de tales, para mucho, en el primer mundo, una juventud que ha sido determinada por la educación y el consumo, lo que ha generado esa personalidad hedonista y sin más ideales que echar mano a una nueva lámpara maravillosa que es el celular, puerta a las redes de una nueva sociedad y base cultural de un mundo simplificado por Google.
El término “efebifobia” lo acuñó hace relativamente poco (1994) un investigador de la Universidad de Arizona, Kirk A. Astroth en un artículo (Beyond ephebiphobia: problem adults or problem youths?) en la revista de investigación educativa Phi Delta Kappan. Lo definía como la «inexacta, exagerada y sensacionalista caracterización de los jóvenes», en concreto de los que tenían entre 25 y 34 años.
Una de las consecuencias más graves de la fobia a la juventud, según varios académicos, es que esta fobia es un factor fundamental de la parálisis social y de la resistencia a los cambios, ya que impide el acceso de estos grupos de edad a la vida pública, política y cultural, lo que tiene como consecuencia la devaluación de la democracia, como presente y como futuro.
Un caso extremo fue el del gran vanguardista de las nuevas tecnologías Nicholas Negroponte que llegó a culpar, en 1999, el retraso de la implantación de internet en Europa con respecto a Estados Unidos a que los europeos en general no confían en la juventud tanto como los estadounidenses, y tienen miedo del riesgo, aunque luego tuvo que reconocer que los precios de las telecomunicaciones, más altos en Europa, y que éstos eran un factor a tener en cuenta, en la baja presencia de jóvenes en esa etapa inicial de la web.
También se considera que ha sido la propia efebifobia la causa de la creación de conceptos como ‘adolescencia’, un término no se utilizó hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y que viene de una de las creaciones maestras del marketing, que luego fue definida como la revolución de la juventud.
Esta estrategia logró configurar al joven como una entidad distinta del adulto, con usos, comportamientos y consumos propios, estrategia que se ha ido profundizando y ampliando para hacer de la juventud un modelo de forma de vivir, consumir y disfrutar, como un siglo antes fue el adulto.
Esto fue pasando de generación en generación, ampliando los nuevos recursos publicitarios para vender ropa de usar y tirar o refrescos con sobredosis de azúcar, de la misma forma que si se escucha “libertad” en televisión es que están emitiendo un spot de telefonía móvil.
Hoy la juventud a veces llega a lo que era vejez antes, cada vez son las “viejas actrices o modelos” que pasaron los 50 años que posan desnudas para promover un tipo de vida que se puede prolongar y transformar a lo que era la madurez en la segunda juventud, con mayor experiencia y en el pináculo del éxito, lo que se expresa en el consumo.
La gerontofobia, el miedo a las personas ancianas, asociado con frecuencia al desprecio y al rechazo hacia los viejos, algo que vincula fuertemente a quien le aterra envejecer y no le suele gustar la ancianidad. Como decía Jonathan Swift, “todo el mundo quisiera vivir largo tiempo, pero nadie querría ser viejo”.
La gerontofobia se expresa en la política en grupos que plantean que la vejez es uno de los grandes costos que consume las reservas del Estado entre pensiones, jubilaciones y los gastos médicos. Pero hoy la nueva política neoliberal en Europa plantea ampliar la edad de jubilaciones para reducir ese gasto y aprovechar a miembros de la tercera edad en el mundo laboral, el cual hoy está amenazado por un futuro negro en la reducción del empleo.
Así a mediano plazo, la próxima década, los países desarrollados que entran a la cuarta revolución industrial, se verán rodeados por miles de desocupados, en edad de trabajar, que son remplazados por la revolución tecnológica, haciendo de los jóvenes y los adultos mayores serios competidores por los nuevos puestos en el sector servicios con menores exigencias, ingresos y sin ningún tipo de protección social.
Así como la turismofobia emerge en las ciudades patrimoniales y culturales del primer mundo, la lucha por el empleo tendrá los mismos territorios, y allí se escribirá un nuevo capítulo de este capitalismo sin límites económicos ni morales, salvo que generen los conflictos que vendrán detrás de él.
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