“No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta cuánto has cambiado tú”. Nelson Mandela.
Alfredo César Dachary.
Viajar siempre ha sido parte del imaginario de la gente, antes como una aspiración, hoy como una realidad de fácil acceso, aunque luego las deudas terminan haciéndoles entender cuál es la verdadera realidad, pero el viaje se hizo.
El turismo ha cambiado mucho en su forma y manera de realizar, en las opciones, en los tipos de contrataciones y muchas cosas más, pero lo que no ha cambiado es la idea central del turismo como una evasión de la realidad, ya sea para entrar a un mundo prestado o vivir una realidad imaginada y hacer del viaje un gran efecto demostración a los que lo siguen.
Una de las cosas que más ha cambiado, principalmente a partir del 11-S, es el tema de la seguridad, lo cual es palpable desde el aeropuerto a los centros turísticos en muchos países fuertemente protegidos. Ya no viajaremos como personas adultas y responsables, sino que nos han redefinido como niños protegidos e irresponsables, algo que durante toda la espera en los aeropuertos nos lo recuerdan, haciéndonos a todos principiantes en el arte de viajar.
En algunos casos, como en Estados Unidos, esto es más fuerte dado que la sociedad del miedo está impregnada en la conciencia colectiva, y un ejemplo es la web del Departamento de Estado que dice “No aceptar comida ni bebidas de extranjeros”, lo cual es contrario a la hospitalidad, un principio del viajero.
La revisión se ha transformado en un modelo de humillación, primero eran los portafolios, luego las computadoras, los celulares, hoy los zapatos y mañana será la ropa, haciendo del aeropuerto del futuro un centro nudista de primer nivel.
Capacitados en forma limitada, dado que los guardianes del orden vienen de los estratos con menor educación y calificación, los errores en las evaluaciones son cada vez más fuertes y ante la duda viene la revisión de estas policías privadas, que poco tienen de policía y más o todo de privadas.
Esto nos ha llevado a que hoy estemos enfrentando un nuevo escenario, viajar a un mundo cada vez más “homogéneo” o poco diverso, donde las marcas se repiten en los aeropuertos, en los centros comerciales, en los centros de comida, haciendo del viaje a otra realidad una repetición de la cotidianidad, lo cual coincide con el miedo del viajero a lo desconocido, que es quizás el motor histórico que motivó a los viajes: conocer, comparar, entender y mirar.
Hoy en las playas como Acapulco y en el Caribe se repite el modelo de varios países africanos en el que los turistas toman sol junto al mar rodeados de militares que los protegen, y que se espera que con el tiempo se consideren parte del paisaje; allí está el origen del turismo de burbuja como el que se da en Jamaica, por ejemplo.
¿Por qué el turista viaja a zonas donde hay conflicto o son inseguras?, la respuesta no es nueva ya que el viajero no sabe nada o poco de lo que ocurre en cada país es: “un viajero inmaculado”, como lo describía Mark Twain en 1868, hablando de los primeros estadunidenses que había estado de crucero en el Mediterráneo.
Y es que los problemas de los países y sus conflictos se vuelven tangibles, cada vez más hoy, y por ello es que la ignorancia pasa a ser temeraria, y cada cierto tiempo en la actualidad vemos secuestros, atentados y otras formas de violencia contra los turistas.
Para el psicólogo del turismo Guglielmo Gulotta, en su trabajo “Psicología turística”, uno de los factores de riesgo en las relaciones entre turismo y crimen consiste, probablemente en la impersonalidad y la comercialización de las relaciones humanas, cuando el turismo empieza a percibirse como un negocio.
Todo esto nos lleva a preguntar ¿quién paga los excesos de seguridad del turismo?, el Estado, los empresarios del sector o los turistas, en una lógica poco conocida de este viajero que es un nuevo nómade distraído y no consciente de los grandes peligros que puede llegar a enfrentar.
¿Qué opciones tiene el turismo en el futuro frente a un mundo en conflictos permanente? A nuestro entender son dos, la primera sería la de aumentar la militarización del turismo a escala global, con un control estratégico de la movilidad y los lugares de tránsito, hoy vigilados con tecnología avanzada.
Esto ya se ha experimentado en muchos países y sus resultados no son los esperados, ya que el aumento de turismo tendría un alto coste social por la transformación de las ciudades o pueblos de acogida en sociedad militarizada.
La segunda opción es la de aumentar la permeabilidad en las zonas donde llegase el turismo para lograr una actitud más abierta y curiosa en los lugares que se visitan, pero ello requiere una transformación en las mentalidades y nuevas prácticas de viaje. Estar bien informado y tener ganas de entender, protege más al turista, que sabe a lo que se va a enfrentar.
El turista cree que goza de un raro privilegio que lo distingue del resto de los mortales, el derecho a viajar y disfrutar, un cheque en blanco que se sale a gozar, pero atención, sin justicia no puede haber ocio ni seguridad, y esto se refleja en la violencia en muchos destinos.
Y es que el turista viaja como un niño ingenuo y arrogante, confiado en su poder económico y la representación del país de origen, lo que le da derecho a que le den buena acogida. El turista es visto como el responsable de la política interior del país de donde proviene, por ello es visto como embajador de la abundancia, lo que los hace “atractivos” para buenos y malos negocios.
El Departamento de Estado de Estados Unidos aconseja no llevar etiquetas en las maletas, tener cuidado con la vestimenta y además hacer siempre lo posible para que no los ubiquen como tales.
Pero esto no es nuevo, ya durante el gran tour en algunas partes, los turistas que en general todos eran ricos, lo hacían caminando vestidos de paisanos para no llamar la atención en las zonas más aisladas y donde no se veía nunca a extranjeros.
Nuestro concepto occidental de comodidad corresponde a un privilegio cuyo precio es mucho mayor que se puede pagar con la tarjeta de crédito, ya que sus costes y sus efectos colaterales, por así decirlo, no solo son económicos, sino también sociales, culturales y ambientales.
Hoy tenemos muchas maneras de ver el rechazo al turista, unas son directas, como hoy se da en las grandes ciudades europeas como Venecia, Barcelona, Roma y Ámsterdam, conocida como la gentrificación; otros son las islas de rechazo a los cruceros por la masificación que implican varios de estos gigantes en las pequeñas islas, y otras es el rechazo derivado de los temas ambientales y culturales.
A esto se lo denomina como el anti-turismo, el cual tiene muchos matices, comenzando por el propio viajero que es presuntuoso y necesitado de comprensión durante la visita.
Hay un anti-turismo que se desarrolló en el siglo XIX en varias localidades de los Alpes Suizos, por los excursionistas ricos y sus imitadores pequeños burgueses, ya que éstos venían siguiendo los pasos de los primeros, pero a los nuevos ricos les molestaba la masividad.
Pero el peor enemigo del turista es el propio turista, que asume su desprecio sobre sus iguales y trata de pasar desapercibido, negando serlo, algo que solo ocurre en su mente no en la realidad.
Donde la población es muy pobre, el lujo turístico es una bofetada, por ello el anti-turismo se vuelve más peligroso y los ejemplos van de un extremo a otro de la geografía turística desde Cuba a Brasil, desde Jamaica a Antigua, entre los casos más evidentes.
Pero hay excepciones, como vimos en Europa, de los ciudadanos de ciudades históricas que rechazan la invasión masiva; en América está el caso de Alaska, zona rica donde hay rechazo también. ¿Entonces, cuál es la causa que los turistas son invasores irrespetuosos y antipáticos a pesar del dinero que dejan, o es que estamos volviendo a querer recuperar algo de privacidad en un mundo integrado?
Dennison Nash sostenía que en los países coloniales tropicales, las empresas van en busca de marfil, maderas, especies y oro y en los mismos países los turistas van en busca de sol, mar, sexo y naturaleza, en ambos casos la mano de obra es asequible y muy barata.
No existe un modelo de desarrollo químicamente puro, todos generan grandes externalidades o costos, que son los que sociedad debe asumir o “pagar”, pero en medio de las inversiones y la sociedad está el Estado, que cada vez falla más en la tarea de mediar y relocalizar inversiones para atenuarlo, y eso que se está acumulando tiene un alto valor conflictico y es deuda social.
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